Mi madre solía decirme que lo más importante que hay en este mundo es la sinceridad. Por desgracia, el mundo en el que vivimos está plagado de hipocresía y mentiras que, aunque yo las considere como una enfermedad incurable de nuestra
sociedad, según la opinión de algunos son las claves para la convivencia.
Mi rutina me obliga a enfrentarme cara a cara con la falsedad, aunque yo me esfuerce por evitarla. Soy diferente, no encajo dentro de la masa homogénea imperante de la
sociedad de hoy en día y por ello sufro en lo más profundo de mi alma, porque por más que busco, no encuentro sinceridad a mi alrededor. Cada mañana veo a decenas
personas en silla de ruedas que montan en los autobuses mediante un elevador mientras yo subo dos enormes peldaños, acribillado a miradas llenas de falsa compasión y sonrisas forzadas en las que se puede leer de forma casi evidente, Pobre
chico, debe ser duro ser como él y vivir el día a día. Sufro cuando paso por un semáforo entre la multitud de deficientes visuales y auditivos, porque sé que sienten mi
presencia y me etiquetan como alguien extraño tan solo por el motivo de haber nacido con una vista de águila y un oído prodigioso. Cada vez que alguien me mira, sé que me
ve como alguien ajeno y diferente, pues en un mundo en que la mayoría tienen la virtud de la imperfección que tanto enriquece la existencia del ser humano, yo soy el
único perfecto, éste es mi defecto.
Cuando había perdido ya toda esperanza de encontrar la pura sinceridad, un halo de luz me rescató de mis oscuros y pesimistas pensamientos. Estaba mi perfecto yo en un
parque lleno de gente normal, cuando una niña lanzó un balón justo a mis pies. Ella se acercó, tendió la mano y con voz muy dulce me dijo: ¿Me puedes devolver mi pelota,
por favor? Yo le puse la pelota en su mano, pues ella era invidente. De pronto oí a lo lejos que su madre le gritaba: ¡No molestes a la chica, vuelve aquí!, lo cual, si leemos
entre líneas, significa No te juntes con ese bicho raro. Hundí mi cabeza entre mis manos, asqueada de que la gente fingiera aceptarme pero no se atreviera a acercarse
a mí.
Cuando volví a levantar la cabeza, había un chico delante de mí, en una silla de ruedas, sufría de parálisis. Sus ojos poseían una mirada limpia, y me sonreía como jamás nadie
me había sonreído, a excepción de mi madre.
– Mi nombre es Saúl –me estrechó la mano –. No deberías estar aquí sola, es mejor tener compañía. ¿Te importaría venir a tomar un café conmigo?
– ¿De verdad?
– Claro, ¿qué motivos tengo para no querer estar un rato contigo?
– No soy como los demás, mírame.
– Ya lo hago, y lo único que veo es a una persona, igual que yo.
Así, sin más, encontré un alma pura y verdadera que sabía mirarme con sinceridad, no porque en la escuela le hayan dicho que tiene que ser amable con las personas que
son diferentes al resto, sino porque realmente veía más allá de mi defecto, de mi perfección, me veía a mí.
Belit Sánchez Gallego