Cierro los ojos y echo a volar. Veo como el rugoso asfalto se aleja de mí. Los viandantes se vuelven diminutos, hasta parecer gotas de rocío apelotonadas en las aceras. Los coches de juguete avanzan por doquier, aún logro escuchar tenuemente algún bocinazo. Alzo la cabeza y miro al horizonte, me impulso hacia él velozmente hasta dejar la gran ciudad atrás. Ya en el campo empieza a llover. Las gotas se estrellan contra mi cuerpo, resbalan y siguen cayendo. Huele a hierba mojada, a tierra. Un grupo de gansos me deja unirme a su vuelo durante escasos metros. Me dejo caer haciendo tirabuzones prácticamente hasta el suelo. Allí sobrevuelo el terciopelo verde rozándolo con los dedos de manos y pies, siento el leve cosquilleo de los tallos en mi piel.
Me dejo caer al suelo y corro como si en ello me fuera la vida. Dejo que el sudor empiece a resbalarme por la frente, por la espalda. Siento la tensión en todos los músculos de mi cuerpo. Se levanta una leve brisa que me produce un sensacional escalofrío que me recorre toda la columna vertebral. Sonrío.
Atrapado en esta silla metálica me doy cuenta de que sus ruedas no me bastan para cumplir mis sueños. Sólo quedan fantasías inanimadas.
Natalia González
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