Estaba cansado, cansado de luchar contra incesables obstáculos diarios. Él bien sabía que tenía algo que le hacia diferente. El jovencito valoraba lo profundo y aquello precisamente poco se estilaba en la sociedad que le toco vivir. No había tenido unainfancia corriente. El crío era soñador, utópico, poco charlatán y un gran pensador. Todo el mundo lo decía, todo el mundo afirmaba que aquel niño era diferente. A la temprana edad de 10 años, les pidió a sus padres ir a la mar. Ellos presos por la sorpresa se preguntaban una y otra vez sobre la rara curiosidad que invadía a su hijito. Nunca les había pedido algo semejante. La petición de la criatura era cuanto menos normal, sus padres poco hacían para que él conociera, no se molestaban demasiado, intentaban protegerlo alejándolo de la cruel cotidianidad. Daigo se pasaba las horas soñando e imaginando lo que podría haber más allá de las cuatro paredes de su sombría habitación.
Con el paso de los años fue experimentando, fue conociendo y lo más importante de todo; fue viviendo y encontrándose a sí mismo. El joven invidente se dio cuenta que no era tan diferente como le habían hecho entender. Él, como tantos otros, se emocionaba con las pequeñas cosas y arriesgaba en cada decisión, ese joven vivía al límite. Daigo quería darse la oportunidad de errar, de crecer, de revelarse, de sentir, de pelear, de sentirse vivo. Quien lo conocía afirmaba que era un ser especial. Ahora que ha pasado el tiempo, confieso: aquel muchacho tenía el corazón repleto, repleto de amor; apreciaba el valor de una palabra, la suavidad de una caricia, la sonoridad de una canción, la intensidad de la vida, como sólo él sabía hacer. Era consciente que para llegar a cambiar lo exterior, era necesaria una previa revolución interior. Así empezó su lucha.
Patricia Casanueva
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